miércoles, 22 de septiembre de 2010

Las palabras.

Aprendieron juntos todas las palabras.
La madre los sentaba frente al sol de la tarde y repetía, sol, pan, hermano, abrazo.

Cierto día, no sabe de dónde, una palabra apareció entre las otras, empezó a crecer y a conquistar espacio, tanto que aun en los sueños lo golpeaba como el  sonido de las olas cuando te tiendes a la orilla de la playa. Mátalo. Luchó contra ella, salió al campo, la gritó al cielo con la esperanza de expulsarla para que las nubes la aprisionaran hasta hacerla desaparecer. Mátalo. Lloró entre las siembras, mátalo, hasta quedar exhausto, mátalo.
La palabra invadió su sangre, los huesos, los minutos hasta dominar sus manos. Solo le abandonó cuando vio a su hermano tendido en el campo, rígido, sin movimiento alguno.

Vacío como cáscara a la que le han sacado el interior, Caín se tendió al lado de su hermano y durmió. Cuando despertó vio que a lo lejos se acercaba otra palabra que empezaba a meterse por la piel, justicia, corrió por el campo, justicia, vomitó sobre la tierra, justicia, la palabra lo invadía todo hasta enloquecer.
Desde entonces los hombres luchan a muerte con las palabras, las que  aniquilan, las que dan vida, las que engañan, las que perturban.



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Y Caín dijo al Señor: Mi castigo es demasiado grande para soportarlo.
 He aquí, me has arrojado hoy de la faz de la tierra,
y de tu presencia me esconderé,
y seré vagabundo y errante en la tierra;
 y sucederá que cualquiera que me halle me matará.

Génesis 4:13-14

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